Este artículo ha sido publicado originalmente en Ciudad Real Digital el 14/04/20. Para citarlo se aconseja emplear la fuente original
El 11 de abril de 1931 fue la última vez que España se acostó monárquica para levantarse, al día siguiente, republicana. La II República puso fin a la monarquía de Alfonso XIII. La sublevación militar en 1936 inició la Guerra Civil que acabó con el régimen democrático y forzó la dictadura de Franco hasta su muerte en 1975.
La Transición no trajo un sistema republicano. En 1947 la dictadura hizo en ley la sucesión deseada y el nieto de Alfonso XIII, Juan Carlos, será el Rey.
La Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado formaba parte del conjunto de leyes fundamentales de la dictadura, un sucedáneo de constitución rígida. Con ella, la Jefatura de Estado sería vitalicia para Franco hasta que se produjera el hecho sucesorio, eufemismo para referirse a la muerte del dictador. La incógnita en El Pardo residía en quién recaería la sucesión.
El lógico heredero de la monarquía, padre del actual Rey emérito, Juan, desde Lausana (Suiza) había roto con la dictadura en 1945, pero más duro fue dos años más tarde con la ley de sucesión.
Juan calificó de “ataque contra la monarquía” a la ley del régimen en el Manifiesto de Estoril. El pretendiente a monarca sostuvo que la institución es un elemento básico de estabilidad
“que triunfa de la caducidad de las personas, y gracias a la fijeza y claridad de los principios sucesorios, que eliminan los motivos de discordia, y hacen posible el choque de los apetitos y las banderías. (…) Todas esas supremas ventajas desaparecen en el proyecto sucesorio, que cambia la fijeza en imprecisión, que abre la puerta a todas las contiendas intestinas, y que prescinde de la continuidad hereditaria”
Y que continúa con la crítica a los principios del régimen y del Movimiento, para posteriormente defender de nuevo que es él quien tiene que ser el Monarca sin más dilación, pues cuenta con la legitimidad que solo da haber nacido en una cuna real.
“Frente a ese intento, yo tengo el deber inexcusable de hacer una pública y solemne afirmación del supremo principio de legitimidad que encarno, de los imprescriptibles derechos de soberanía que la Providencia de Dios ha querido que vinieran a confluir en mi persona, y que no puedo en conciencia abandonar porque nacen de muchos siglos de Historia, y están directamente ligados con el presente y el porvenir de nuestra España.”
La historia es que Juan no fue Rey y la Monarquía acabó siendo en España parlamentaria, esto es, sometida a una Constitución democrática. Una Monarquía despolitizada, porque frente a las ventajas en las que creyó Juan, lo cierto es que la discordia entendida como discrepancia tiene cabida o también porque la fijeza no la da un monarca (y ya vamos por el segundo), la dan con su voto los soberanos que son los ciudadanos.
Ni la Constitución de 1978 ha puesto fin a los anhelos de república, ni la democracia ha menguado el sentido republicano de igualdad para todos. La legitimidad de la Jefatura de Estado en su forma actual va de la mano con el prestigio decreciente de la Monarquía misma.
La Transición abrió camino a la democracia y los 42 años de Constitución han marcado un porvenir que nos acerca más al espíritu de la Constitución de 1931. Porque antes de la dictadura hubo democracia en España.
La Transición no puede ser el mito que dé fundamento a nuestro porvenir, porque éste tiene que ser el de un país de mujeres y hombres libres e iguales. Nos toca hacernos cargo de este anhelo, el de un país en el que la Jefatura de Estado sea electiva.
No más abrasar el alma
el sol que apagarse puede,
ni más servir a señores
que en gusanos se convierten
Palabras del duque de Rivas que pronunció José Sánchez Guerra (1930)